Ya no disfruto los viajes. Quizás porque ya no viajo o bien porque estoy viajando de continuo, sin moverme de sitio, siempre allá y sólo de paso. ¿Pero de paso a dónde? ¿Para qué? O quizás sea que sólo me interesa un tipo de viaje en particular, uno que cada vez cuesta más emprender, porque no se programa, sino que se improvisa: un viaje simbólico. El viaje simbólico es opuesto al turístico (basado este en el consumo físico y material, que algunos osan llamar descanso) y es tangente al espiritual (consumo gusto del alma, cuya búsqueda peregrina tampoco es que le otorgue paz al cuerpo). Si bien el simbólico y el espiritual son tangentes, esto es, se tocan pero no se cortan (también los turistas se tocan pero no se cortan cuando tienen la ocasión), las andanzas espirituales comparten ruta con el calzado para turistas. Podría ser que el viaje simbólico, que todavía somos incapaces de definir, tenga su origen en cualquiera de los otros dos; que en un principio no se distinga de ellos y que no sea más que una mera consecuencia de haberse desviado de una ruta cualquiera programada celosamente con anterioridad (o más que desviarse uno mismo, que alguien o algo nos haya desviado, bien sea para desprogramarnos a nosotros o para reprogramarlo todo). Pero si tenemos que inventarle un principio al viaje simbólico (y no hablamos aquí de literatura, sino de la vida, o de la vida que se parece a la literatura, pero no a la literatura sobre la vida, sino a la vida misma de la literatura), diremos que lo que distingue al viaje simbólico de las demás formas de viaje (de las que pueden darse más de tres, si bien hemos preferido mantener la tradición trinitaria de católicos y hegelianos, pues tanto monta monta tanto) reside en su motivación: una motivación diferenciante. Con el viaje espiritual tratamos de encontrarnos a nosotros mismos, buscando identidad lejos del lugar que nos la ofrece, para terminar finalmente encontrándonos con los otros (a los que a veces acabaremos odiando). Vestidos de turistas, en cambio, tratamos de encontrarnos con desconocidos, huyendo de nosotros mismos y de todo el estrés que nos rodea (estrés que tanto solemos echar de menos que nos llevamos un pedacito siempre encima: familia, parejas o amigos) para terminar actuando como uno realmente es (odiando las más de las veces a todo el mundo: desde el conductor del autobús hasta el camarero). En este punto ya parece que hablamos de lo mismo: lo turístico se confunde con lo espiritual. El viaje simbólico, por su parte, si bien suele tener un objetivo concreto (el turismo y el peregrinaje son demasiado abstractos, sin objetivos definidos), no busca resultados, aunque es fruto de encuentros. Todo viaje simbólico, como el de la leyenda del Grial, debe buscar un objeto concreto y no andarse por las ramas con verborrea ambigua como «descansar», «relajarse», «hacer amigos», «encontrarse a sí mismo», «hablar con Dios», «recuperar la fe», «ver la ciudad», etc. Y aquí ya parece que hablamos sólo para despistar. Nuestro discurso se está volviendo ―posiblemente― falso (casi casi como si hablara Picasso: «yo no busco, yo encuentro»… Nosotros preferimos la humildad de Montaigne: «Yo no me encuentro a mí mismo cuando más me busco. Me encuentro por sorpresa cuando menos lo espero»). Así que cojamos por sorpresa al lector y vayamos ya al ejemplo. (La prueba de que nuestro discurso estaba empezando a errar por caminos casi vacíos reside en esa manía retórica de usar el «nosotros» por el «yo»).
En julio de 2013 emprendí el que fue mi último viaje (volver a casa en agosto no cuenta; tampoco la vuelta del volver a mi otra casa en septiembre). Fue un viaje con una motivación diferenciante (algo que tampoco he definido todavía). Y por tener dicha motivación (que no he dicho aún cual pueda ser) aquel viaje se convirtió en simbólico. La motivación era algo muy concreto: visitar el museo conmemorativo de Shuji Terayama en Misawa, algo a medio camino entre el turismo y lo espiritual, por las razones que daré más adelante. De paso tenía pensado visitar Osorezan (La montaña del miedo). Hasta aquí nada me hacía pensar que sería distinto de un viaje turístico normal y corriente.