En un país cuyo nombre no ha sido decidido todavía, todo el mundo se había vuelto de repente matemático. Habían aprendido a sumar y a restar. Alguno que otro a multiplicar. Pero la gran mayoría a dividir. Sin embargo, no sabían nada de matemática aplicada ni de teoremas más complejos que todavía no se habían resuelto, a pesar del paso de los años; un paso que pocos dedicaban a reflexionar, porque notaban quizás que se les venía encima el tiempo: inevitable ser humano convirtiendo cada paso en un salto mortal. Nadie sabía tampoco nada sobre la teoría de grupos, que era fundamental para entender las leyes de la física y, en última instancia, para entender el universo. Hasta que un día, un físico-matemático que se había retirado a la montaña para convertirse en eremita descendió de la cima de su laboratorio con la intención de difundir la palabra:
«Señores, la teoría de grupos hace posible la simetría. Y la idea de simetría implica que algo puede sufrir una serie de transformaciones (como rotar, doblarse, reflejarse o moverse a través del tiempo) y, al final, mostrar el mismo aspecto que al principio. Se trata de un concepto ubicuo, aplicable a las configuraciones de quarks en los hadrones y a las de galaxias en el universo».
Por supuesto, nadie hizo caso de aquel excéntrico, que todos consideraban un engendro de la «monstruología» matemática, e incluso algunos, los pocos que lo oyeron, sin escuchar, quisieron condenarlo a la hoguera. Al fin y al cabo, nadie es profeta en su tierra, y mucho menos si se tienen dos. Aunque por suerte para el eremita, la gran mayoría ni se percató de su existencia. Así, aprovechando una segunda oportunidad para vivir y gozar de la vida, regresó simplemente a su cabaña, pero no sin antes cargar con algunos troncos que habían estado destinados a su hoguera y que ahora le servirían de lumbre para pasar el invierno.