¿Para quién escribo? Siempre para los de allí. Si estoy en Kioto, para los de allí; si estoy en Tarragona, para los de allí. Pero si los de allí no entienden español, será que escribo sin quererlo para los de aquí. La cuestión es que yo vengo de allí: yo siempre vengo de algún allí, con la mirada puesta en lo que hay más allí del aquí:* defecto-curvatura provocado por la dilación-dilatación del tiempo transcurrydo (el tiempo picante, con pollo o con ternera, a veces con repollo y las menos con salsa de coco). En ocasiones tengo la sensación de que vengo del futuro; otras tantas, me vengo del pasado (o él de mí). Será cosa del jet lag. Pero venga del futuro o venga del pasado, siempre termino volviendo al pasado (y revolviéndolo): la venganza de los días, la retribución de la lejanía (devengar es subjuntivo devenir). Entonces hace su aparición la máscara del para sí: sí, debe de ser que escribo para mí, para mí mismo, sin ninguna utilidad. Surge así la pregunta del para qué, la cual desplaza la pregunta del para quién.
Y siempre esa sensación de que todo sigue igual, hasta que uno deja de pasar de todo y se pasea por todas partes. Si al volver a Japón me preguntaran «¿qué has notado?» (aunque odio esa tendencia constante de anotar lo que se nota y esa manía de juzgar lo visto poniendo nota o dando la nota), quizás contestaría: la crisis, en España (Tarragona es mi único referente por el momento, hasta que el referéndum diga lo contrario), se manifiesta en la apertura de locales-locales por un lado, es decir, bares y verdulerías, que son la esencia de todo localismo, si bien paradójicamente -o no tanto- regentados en su mayoría por inmigrantes; y por otro lado se manifiesta en una revalorización del cuerpo, la fisica-lización del hábito (inversamente proporcional a la fisca-lización), esto es, el regreso al culto y al cultivo de la carne, bien sea en gimnasios modernos a precios asequibles, en el sibaritismo barato de los bares de tapas y restaurantes ecológicos o en la mismísima preñez (los negocios de compra-venta de oro son tan sólo la parte obvia de la que cualquier otro podría hablar, la parte metafísica, tan sugerente como inalcanzable; el engaño alquimista). La crisis, un fenómeno de origen interno que se manifiesta exteriormente, como si viniera siempre de fuera (igual que el extranjero), parece haber generado una corriente de apertura hacia el interior: una tendencia al regreso de lo local y al regreso de lo maternal (cuya deformación sería la espiral del ombligo, una regresión narcisista hacia el propio centro identitario). En parte, el discurso estatal y estadístico de que la población envejece parece haber dado sus frutos a través del estímulo crítico (una crisis que seguramente se inmiscuye en lo personal: o ahora o nunca, y mejor ahora que tenemos tiempo para cuidar de los niños aunque no tengamos dinero para mantenerlos, porque el dinero no lo es todo y bla, bla, bla…) Tarragona está infestado de niños. Supongo que también es la edad. Mi generación se siente obligada a procrear, con la ilusión de que lo hacen voluntariamente. La ociosidad que provoca la crisis estimula, sin duda, la natalidad. Y el que se resiste (ya son pocos los que leen), le rinde culto al cuerpo: no llego a fin de mes, pero la salud es lo importante: comer bien, mantenerse en forma en el gimnasio, etc… El espíritu ilustrado es completamente inocuo contra una crisis que se ilustra y se lustra diariamente en los medios de comunicación. Son esos medios los encargados de promover el estrés necesario para mantener la crisis a flote y crear la ilusión de que se trata de un enemigo externo, exógeno, como una especie de peste imaginaria o a veces incluso real, como en el caso del ébola: cuánto cohesionador social y solidario, si no, en la historia reciente del padre Pajares (E.P.D.), víctima de la epidemia: «¡Señores, esto nos incumbe! El ébola está en España!» (y hasta la iglesia acepta incinerar)… Factor estresante para mantener las mismas estructuras sociales retroalimentadas por la crisis, la cual, si bien se supone que es nuestra mayor enemiga, se ha vuelto compañera inseparable: nos reconforta oír hablar de ella, hemos aprendido a vivir con ella… Mejor aún: NO PODEMOS vivir sin ella, convertida ya a estas alturas en nuestro alter ego (y uso el participio «convertida» para expresar su condición ambivalente de sujeto-objeto, pues al mismo tiempo que es provocativa, es provocada). Tampoco podemos dejar de hablar de ella. Crisis es la palabra de moda (la cantan hasta las cigarras). Se trata, de hecho, de nuestro significante más expresivo, del mayor factor conformador de nuestro mundo; constituye nuestro horizonte ideal para que todo se recomponga y siga igual. Excepto en el barrio, claro está, donde la fruta es más barata, las cañas valen un euro y los papás y las mamás se juntan en el parque de los columpios arrastrando sus carritos de esperanza en el futuro. Un futuro barato: el que nos venden. Un futuro condicionado por la pura nostalgia, que es ese refugio al que se acude más de lo normal y que nos arrastra a veces a la autocompasión, a ese autoengaño con el que nos convencemos de no pertenecer a esta época: «en mis tiempos…» «cuando yo era…» «cuando yo…» La muerte de Lauren Bacall o de Robin Williams, qué más da. Nunca fuimos a ritmo. Somos todos hijos de nuestro propio destiempo.
* Después de escribir estas líneas, leí una frase de Peter Sloterdijk que expresa mucho más condensadamente lo que yo al principio sólo intuía: somos como somos aquí sólo porque, viniendo siempre de allí, el allí lo tenemos cerca en el aquí (Esferas II).