Después de la serie de Los superfantastics y los superdiabolis (ver Narrativa) llegaría el salto a la fantasía épica de la mano de El guerrero de la muerte. Corría el año 1986, año que la Organización de Naciones Unidas declaró Año Internacional de la Paz, a pesar de un giro bélico en mi narrativa (narrativa que podríamos llamar de madurez, puesto que desde entonces no hago más que niñerías). Ese mismo año, por mucho empeño que pusiese la comunidad internacional, el Óscar se lo llevaría Platoon, una de las películas que marcarían mis influencias bélicas posteriores, como ya se verá. Mi interés en esta época viró desde la inofensiva ciencia ficción de superhéroes y superpoderes hacia una fantasía épica medieval de tintes bandoleros, cuyas descripciones resultaban más crudas y reales, más conectadas con el pueblo (en parte gracias a un protagonista próximo a Robin Hood, ágil, sin musculatura, todavía lejos de aquel primer Conan que llegaría posteriormente en mi adolescencia junto a las portadas de Manowar). Ese mismo año salieron a la venta los videojuegos japoneses The Legend of Zelda y Castlevania, cuyas series continúan hoy en día. Estaba claro que la fantasía medieval y la magia flotaba en el aire: había que deshacerse del láser para hacerse con la espada, dejando así de lado aquellos superpoderes nucleares de los Marvel y de todas las odiseas espaciales. Se trataba quizás de una premonición del final de la guerra fría y sin duda una necesidad inconsciente de alejarse de todo lo relativo a la fisión nuclear tras la catástrofe, ese mismo año, de Chernóbil.
En el plano personal, en cuanto a estilo, se percibe ya una ortografía al borde de lo correcto, fruto de la educación primaria obligatoria. La temática, por su parte, refleja un espíritu en vías de ser humanizado por medio del esbozo de valores como el amor, la amistad, la valentía, etc, valores adquiridos que, ocultos, recorren la trama bajo una primera capa de violencia indiscriminada… La obra apunta así a un humanismo patriarcal y aprendido que contribuye a la «normalización» de un niño de siete años como futuro «ciudadano» de la esfera social. Con todo, asoma en el engendro cierta reacción anti-normativa mediante ese gusto temprano por el bandolerismo y el mercenarismo, síntomas de una preferencia ingénita por lo marginal y por los personajes al margen de la ley. Ahora bien, esa necesidad por desligarse de las normas parece correlativa a la necesidad por destacarse en el mismo centro de la esfera (de bandolero a caballero): el personaje principal, alter ego del autor, si bien al margen de la ley, se alza en héroe protagonista para ocupar toda la atención del lector en un cuento sin moraleja aparente. En otras palabras, se trata de una primera obra narcisista. Una etapa narcisista y falo-logocéntrica que se propaga también en el lenguaje: la necesidad de experimentar con las palabras. Este elemento aparecía ya en la obra anterior a través de los vocablos inventados e impronunciables como «bribros», pero esta vez no se trata de una mera invención inofensiva (como podría ser cualquier lenguaje, ya fuera este elfo, klingon o esperanto), sino más bien de un forzar y estresar la sintaxis o la fonética que a uno le son propias. Se trata pues de algo más sutil: «El esgudo es como un escudo pero eso en otros ydiomas». La sustitución casi imperceptible de una c por una g transforma la realidad de un lenguaje conocido en algo completamente distinto, en otro idioma; se trata de un cambio que podría pasar totalmente desapercibido, como error de pronunciación. También en esa «y griega» de «ydiomas» hay una variación imperceptible que abre un abismo (el abismo X de una piedrecita Z tirada contra la roca de la realidad por un niño que lleva un tirachinas Y). En el paso de una consonante oclusiva sorda a una oclusiva sonora se ha transformado toda la materia, que se ha convertido en masa explosiva. A la realidad se la fuerza a (re)volverse fantasía. El resultado es lo inquietante, lo siniestro, lo onírico que atrapa (o se escapa) y obliga al principio de realidad, con sus normas, a estallar en mil pedazos. Se abren entonces nuevos caminos a explorar por el autor, yo mismo (otro fetiche), caminos por donde alejarse en los que no queda más remedio que perderse (todavía me ando buscando en algún sendero que ha tomado forma laberíntica). Y… Y… Y… La eterna batalla entre la expresión individual y el lencuaje gorriente. Sólo apto para niños.