Estoy llegando al puente de Koujin-guchi, sobre el río Kamogawa, en el lado este, cuando un taxi se detiene frente a mí. Del asiento del copiloto baja un oficinista de traje gris, corbata gris, zapatos negros. Se tambalea en dirección a la esquina de un edificio. El taxista baja alterado y se dirige al oficinista a voces: «¡Al otro lado!». El oficinista, tambaleándose, cruza la carretera y se va directo hacia una caseta de cemento que hay al otro extremo: un lavabo público. Se dirige decidido, tambaleándose, hacia la puerta con el cartelito rojo. El taxista va tras él, quiere gritarle algo: «Ah, ah…» Pero el oficinista ha tenido su propio momento de lucidez. Con la cara ya casi pegada al cartelito se ha dado cuenta a tiempo de que el suyo era el azul y ha cambiado de rumbo enseguida, tambaleándose. Son las 23:08. Pura rutina de un viernes, posiblemente obligada, para un japonés asalariado. El servicio social lo ofrecen, sin cobrar, los taxistas. Alcanzo al fin el puente, lo cruzo y me llega el aire fresco que baja de las montañas.