Sábado 31, sobre las seis. Noche de Halloween. El universitario vestido de chandal que regresa en tren a casa sin ducharse tiene dos dedos gordos, uno en cada mano. Con uno teclea impulsivamente las palabras abreviadas del chat mientras escucha con cascos la música de su smartphone. Con el otro se hurga la nariz pacientemente hasta que por fin consigue sacarse un moco bien grande que se le resistía. ¡Cuánta fuerza en un solo moco! ¡Qué esfera tan perfecta! ¡Qué masa! ¡Qué energía! ¡Cuán fantástico y elástico centro gravitacional! En lo que ha durado el trayecto, desde Kandai-mae hasta Awaji, el moco ha sido el único objeto capaz de atraer la atención del universitario, que ha desviado un momento su mirada -apenas un segundo- de la pantalla. Algo que ni siquiera la chica mona de la faldita sentada frente a él ni aquellas otras muchachas disfrazadas de vampiras han logrado hacer. Sí, bien se ha merecido el moco no ser desechado, sino conservado, pues se ha ganado a pulso -o a pulgar- el poder continuar con su vida apacible y pegadiza en el bolsillo de aquel chandal.

 
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