Está también el extranjero que amenaza a propósito con la mirada para que nadie se siente a su lado. Quiere ocupar todo el espacio para sí mismo; se siente privilegiado. Sabe, además, que cualquier lectura se disfruta mejor con los codos bien abiertos, a sus anchas. Hasta que sube la joven, la muchacha, y entonces sí se toma la molestia. Hace ademán de moverse mientras le envía a la joven una mirada risueña y, por si aquella no se hubiera dado cuenta, le regala también una sonrisa zalamera con la que ladea ligeramente la cabeza. Es una señal sutil para indicar que amablemente le cede, perdonavidas, una parte preciosa de ese espacio que ha quedado libre –qué casualidad– justo a su lado. Lo que a él le gustaría, sobre todo, es que ella sintiera también el privilegio y que en última instancia –o mejor en la última estación– eso lo convirtiera a él, si se tercia, en puro objeto de interés.