Kioto está lleno de gente loca. Hoy sábado volvía de trabajar (sí, hay que estar loco para trabajar un sábado) y me he cruzado con varios personajes. El primero en el cruce de Hyakumanben, al bajar del autobús. Un joven de entre veinte y veinticinco años, melena lacia y grasienta a la altura de los hombros. A la oreja llevaba un smartphone e iba cantando lo que oía. El semáforo estaba rojo, pero en vez de pararse a esperar, se movía de un lado al otro de la acera tarareando. En el brazo izquierdo llevaba un bolso rosa de mujer, colgado a la altura del codo, como se lleva aquí. Vestía una minifalda blanca, algo sucia por las nalgas, y unas sandalias con las tiras rotas que arrastraba indiferente, ocupado como estaba en tararear la canción y sonreír.
Al cruzar el semáforo, de la droguería salía otro de los personajes curiosos de esta zona. Se trataba esta vez de un vagabundo, barbudo, piel oscura por la suciedad y siempre vestido de invierno (incluso en verano) aunque a veces descalzo. Sus pantalones, tan gordos como los de esquiar, eran negros y brillantes como bolsas de basura. De chaqueta un forro polar, también negro, también brillante como el cuero. Si no fuera por la ropa gruesa, el olor hubiera sido mucho más insoportable de que lo que ya era. A veces me lo he encontrado sentado en las escaleras que suben al monte desde el santuario sintoísta Yoshida, a cinco minutos de mi casa. Suele estar allí cuando oscurece. Otras veces lo he visto por el río. Es posible que viva ahí, en una de esas casitas prefabricadas con plástico azul que se hacen todos los vagabundos bajo el puente y frente a cuya puerta se descalzan y dejan las sandalias, por no perder las buenas costumbres, que es al fin y al cabo lo que les queda de dignidad.
Más adelante, bordeando el comedor de la universidad conocido como Rune (que es como se pronuncia en japonés René o el apócope de Renaissance), venía de frente una mujer japonesa de unos cincuenta años, casi raquítica, con una camiseta que ponía España (en español). Parecía perdida. Mientras caminaba, no dejaba de mirar su móvil, donde seguramente el google maps le estaba dando indicaciones de hacia dónde dirigirse; instrucciones que ella misma iba repitiendo en voz alta. ¿Habría quedado con una amiga? ¿O bien con un amante? ¿La estaría esperando su pareja? ¿O la habría ya abandonado? Todas estas preguntas se me iban ocurriendo mientras la memoria me traía imágenes y comentarios de aquel país (o países) que pensaba haber dejado atrás, pero que constantemente vuelven como sombras, cada vez más patéticas. Entonces pensé si no sería todo esto una premonición de lo que iba a pasar. Ahora bien, ¿en qué dirección leerla? Yo ni siquiera tengo smartphone para usar un localizador.
Con todo, mi reflexión no ha durado, que digamos, demasiado. A pocos metros del lugar donde me he cruzado con la japonesa de camiseta marca España (¿me la habría enviado algún miembro de la embajada como último recurso propagandístico?), los frutos caídos del ginkgo, aplastados por los pasos de los viandantes y las ruedas de las bicicletas, desprendían su característico hedor a vómito pestilente. Si yo fuera el anciano de un Ateneo japonés, hubiera escrito entonces un haiku para celebrar la llegada del otoño.
A todo esto… ¿de qué estábamos hablando? Ah, sí… Premoniciones… Yo sólo espero que a partir del lunes la gente deje de dar el coñazo con sus comentarios y opiniones, que no son más que eso: comentarios y opiniones, tan poco válidos como una caricia o un escupitajo: puro sentimiento, pura necesidad psico-fisiológica, nada más. Pero sobre todo que pare esa manía de intentar convencer a los que están indecisos… ¿Quién está realmente indeciso? El indeciso no existe; el indeciso es una proyección narcisista de aquellos que inconscientemente buscan un poco de protagonismo (o un círculo de amigos en el que sentirse comprendido y amado, compañero). Todo el mundo ha decidido ya desde hace tiempo, así que dejad de dar la tabarra. Los que no se pronuncian será porque no tienen nada que decidir, o simplemente porque no quieren dar su opinión para no entrar en conflicto, o por vergüenza, o porque saben que no tienen razón, o por lo que sea… tanto da. La opinión nunca sale más allá de los círculos, así que no vale la pena amargarse, ni por un lado ni por otro. Cada cual tiene ya impregnada hasta la podredumbre una u otra ideología. Y la pelea ideológica (para colmo entre dos nacionalismos), es de lo más ridículo, sobre todo vista desde la distancia. Igual que ver una pelea dialéctica de dos borrachos que ni siquiera se acuerdan de lo que han bebido. No, eso no nos deja a los de afuera fuera del patetismo: somos también parte del circo y nos dejamos llevar por uno u otro sentimiento, como todos, no pudiendo escapar tampoco de los círculos viciosos de la ideología. Pero para qué preocuparse. Premonicemos… Si separarse resulta en realidad una catástrofe, no nos separaremos, porque las catástrofes vienen de golpe, no se pueden prevenir. Así que si nos separamos, será porque en realidad separarse no suponía catástrofe alguna. Nada cambia entonces. Ambas opciones son factibles y todas nuestras discusiones agua de borrajas, puesto que ninguno de nosotros podemos predecirlo; ninguno sabemos realmente qué hay en juego (aparte de lo poco que nos dicen los medios de uno y otro bando). Los que realmente podrían saber de qué va esto son los gestores, aquellos que tienen acceso a los datos concretos y a las leyes. ¿Para qué molestarnos los demás? Pero el problema es (y será) que también los gestores están corrompidos por la ceguera ideológica. Con todo, lo más grave, en mi opinión (que es sólo una opinión más), es la falta de humildad. Yo votaría a alguien que dijera «yo sólo sé que no sé nada». Y que luego añadiera un sentido «lo siento». Pero Kioto está lleno de gente loca.