Parejas en Kamogawa. Foto robada de internet.

Parejas en Kamogawa. Foto robada de internet.

Los trenes de las siete se encargan de llevar al rebaño a trabajar. Ya desde la segunda estación suelen ir atiborregados. Kawaramachi, Karasuma… La tercera es Omiya, donde ninguna de las ovejas que espera en el andén mantiene la esperanza por sentarse. La oficinista novata, como cada mañana, se acerca cautelosa a las fauces del dragón, de donde a veces sale disparado algún escupitajo que lleva mucha prisa, si bien normalmente se trata de un bostezo vacío. Al dragón, de buena mañana, le empieza a oler el aliento, cebado en el estómago. Con todo, ni rastro de fuego: gastritis silenciosa del asalariado.

La muchacha entra sin esperanza en un vagón donde los asientos de felpa, todos laterales, perpendiculares al trayecto, son de color verde. Echa un vistazo soñoliento alrededor buscando el mejor lugar para situarse, el lugar más espaciado para estar de pie sin que la empujen, sin que la muevan a codazos o simplemente lejos de algún hombre que haya despertado erecto con las tentaciones en las manos. La muchacha, como todas las ovejas de Omiya y a diferencia de los desdichados que pueblan las siguientes estaciones, goza aún de una pizca de fortuna: aunque tenga que ir de pie, puede escoger dónde colocarse, siempre que sea en el pasillo, y alcanza todavía las anillas para poder agarrarse y dormir como un murciélago. Después de Omiya, Saiin; después, Katsura, en donde ya todo se deja al vaivén de las mareas, al aliento matutino y al olor de los sobacos.

Pero, ¡Oh, gracia divina! De repente la muchacha atisba un hueco verde, que a sus ojos se presenta como un gran pasto fresco donde asentar el culo. Al principio se emociona, pero pronto duda de si lo que ve es real. Avanza unos pasos para enseguida detenerse. Está confusa, insegura. Echa otro vistazo, por si acaso, y sí, no era ilusión. No hay otro asiento libre en el vagón más que ese. Por qué será, se pregunta, pero su cuestionamiento dura apenas dos segundos. Le embarga tal felicidad por poder sentarse, ni que sea un solo día, y echar una cabezadita antes del trabajo, que ni siquiera se ha dado cuenta de que a su lado se sienta el extranjero. Lamentablemente para ella, no hay bien que por mal no venga. Para una vez que se sienta… En el interior de una bolsa de tela que, junto con el bolso, le sirve de arma defensiva para delimitar su propio espacio durante la masificación en hora punta, se le ha vertido el termo del café. La consecuencia, una mancha horrible que le cubre medio muslo. La pobre se pasará el resto del viaje tratando de secarse. Si solo se hubiera quedado de pie, como de costumbre. Pero ahora tendrá que soportar las ironías del karma y justificar el estropicio frente a sus compañeras de oficina. El extranjero, por un momento, piensa en ofrecerle una de las toallitas húmedas que lleva en la mochila, pero no se decide a hacerlo y cuando se decide ya es demasiado tarde: la mancha ya está reseca, así que ofrecérselo ahora levantaría sospechas de por qué no lo hizo antes.

 
 

Nota sociológica: en los trenes japoneses se ve con frecuencia cómo los últimos asientos en ocuparse suelen ser aquellos que quedan libres junto a borrachos, gente extraña o extranjeros. La gente no lo hace con maldad. Es, la mayoría de las veces, un impulso inconsciente, algo que puede verse en cualquier parte del mundo. También sucede algo parecido cuando solo hay gente “normal”. Se tiende a buscar el asiento más alejado posible de aquellos que ya están sentados. En los asientos en los que caben hasta seis o siete, el primero en llegar se pondrá en un extremo. El segundo escogerá el extremo contrario. El tercero se situará, por lo general, a la mitad. Así sucesivamente, recortando distancias, fraccionando el espacio de manera simétrica, proporcional, hasta que no les quede más remedio que rozarse. Esto les incomoda terriblemente, pero, sin embargo, en cuanto se quedan dormidos, no les importa apoyar la cabeza descaradamente en el hombro del vecino. Existe también un estudio académico en Kioto digno de los premios Ig Nobel en el que se estudia la distancia a la que las parejas se sientan a la orilla del río Kamogawa. Suelen seguir el mismo procedimiento que en el tren, fraccionando proporcionalmente el espacio (ver fotografía). El estudio analiza incluso cuál es la distancia ideal para que las parejas no se sientan invadidas y empiecen a besarse. Si otra pareja está demasiado cerca, ni siquiera se tocarán.

Volviendo al tren y al caso que nos ocupa, el de los extranjeros, pueden ser diversas las causas por las que la gente no se sienta a su lado, a no ser que no les quede más remedio. Algunos creen que el extranjero les va a hablar en inglés y tienen miedo de revelar su ignorancia. No se sientan por si resulta que el extranjero les pregunta algo (no olvidemos que para los japoneses los extranjeros son en su mayoría turistas, no gente que vive en Japón y menos gente que se ha criado en Japón, algo casi impensable todavía para muchos). En ocasiones sucede simplemente que ven al extranjero demasiado grande; ocupa demasiado espacio, por lo que es incómodo sentarse a su lado (en este sentido, y en otros que no vienen a cuento y que son para otro cuento, el extranjero también evita a otros extranjeros, con quienes siempre parece estar compitiendo). Seguramente existen también otro tipo de complejos, pero no son pocas las veces que se trata, simple y llanamente, de racismo, ya sea este consciente o involuntario. La cuestión es que, sea cual sea la razón, dejar libre hasta el final el asiento junto al extranjero, no deja de ser una grosería (aquí o en la Conchinchina). Un problema de educación. Así pues, como se puede ver, sobre todo en autobuses y trenes, a pesar de la fantasía orientalista del japonés como ideal de persona educada (a veces no es más que indiferencia y ganas de pasar desapercibido entre la multitud), en todas partes cuecen habas (y aquí las habas “soramame” son bien grandes y bien ricas).